Ha corrido mucha agua debajo del puente desde la promulgación de la Ley de Ejercicio del Periodismo que creó al Colegio Nacional de Periodistas, haciendo realidad un anhelo de todos los colegas del país. Éramos muy jóvenes en esos tiempos, imberbes si se quiere, y las aulas universitarias estaban atiborradas de estudiantes deseosos de tomar el cielo por asalto para escribir la historia de una Venezuela maravillosa, próspera, con una moneda fuerte como el acero, solvente, a la altura de cualquier otra divisa, con un dólar a 4,30 bolívares y unos compatriotas desperdigados por el mundo bajo la consigna de que vivíamos los momentos sauditas del ‘ta barato, dame dos’, por supuesto totalmente diferentes a este tiempo nefasto de hambre, desolación y muerte.
Habíamos luchado a brazo partido para conseguir la aprobación de la ley con el objetivo de hacer letra la esperanza de un periodismo libre e independiente, buscando emular, entre otros, a nuestros admirados Truman Capote, Gay Talesse, Norman Mailer, Tom Wolfe, Miguel Otero Silva y Gabriel García Márquez, el periodista latinoamericano que avanzaba hacia el Premio Nobel de Literatura con sus ‘Cien años de soledad’, todos ellos creadores del nuevo periodismo, que magistralmente mezclaba la ficción con la realidad, mientras Carl Bernstein y Bob Woodward comenzaban a subir la empinada y peligrosa cuesta del caso Watergate, la más brillante investigación periodística que se haya hecho jamás, y que ocasionaría la renuncia del presidente Richard Nixon; y *The New York Times* publicaba ‘Los documentos secretos del Pentágono’, tema de una reciente película de Steven Spielberg.
Recuerdo con nostalgia a los incontables periodistas que alzaron su voz y emborronaron miles de cuartillas para que se hiciera realidad la Ley, hasta lograrlo el 4 de agosto de 1972.
La ley nos dio ánimos para buscar la verdad en cada una de nuestras investigaciones, porque nos sentíamos protegidos, al fin, por un formidable instrumento legal.
Fue así como pudimos descifrar el misterio de casos escandalosos, como el asesinato del niño Carlos Vicente Vegas Pérez, por jóvenes iconoclastas de la burguesia; el secuestro de Niehous, por líderes izquierdistas; el asesinato de Jorge Rodríguez, por la Disip; el crimen del penalista Carmona, por la PTJ; el triple crimen de Mamera, por un policía metropolitano; hechos impresionantes de corrupción, como el caso Recadi, el juicio al ex presidente Pérez, el caso de los jeeps del Ministerio del Interior en el período de Jaime Lusinchi, el allanamiento a la Fiscalía General de la República, por la Disip; el homicidio de Lorena Márquez, y tantos otros sucesos, a cual más escandaloso, que sacudieron esos años a la opinión pública; investigaciones que la mayoría de los periodistas hacíamos en busca de pruebas, porque entendíamos que esa era la esencia del periodismo: presentar los reportajes con pruebas para que los jueces tuvieran que investigarlos aunque no quisieran. Unas veces lo lográbamos, otras no tanto, especialmente cuando los jueces les daban prioridad a sus inclinaciones políticas en lugar de someterse al dictamen de los hechos.
Debo decir que las veces en que el Gobierno intentó atropellar al ejercicio libre del periodismo con su enorme aparataje del poder, el CNP salió en defensa del periodista agredido. Por lo menos en mi caso fue así.
Ahora veo con estupor cómo algunos colegas dicen que los periodistas no debemos presentar pruebas de las denuncias que hacemos en nuestros reportajes, «porque eso les corresponde a los jueces». Con todo respeto, debo decir que no es cierto. El periodista serio, responsable y honesto debe demostrarlo ante el público, porque eso será lo que le dará credibilidad a su trabajo diario, que fue precisamente lo que hicieron Bernstein y Woodward, y por eso pasaron a la historia. Si no hubieran presentado las pruebas de la corrupción del gobierno de Nixon, tanto ellos como el diario *The Washington Post* se hubieran estrellado contra el escepticismo y la incredulidad del pueblo estadounidense.
Me vienen a la mente dos casos que ilustran muy bien lo que trato de decir: hace unos años, una periodista norteamericana fue despojada del Premio Pulitzer al comprobarse que sus denuncias en el reportaje sobre la pobreza insostenible de un niño eran inventadas, y en Alemania, más recientemente, otro periodista muy galardonado por sus «brillantes» trabajos, fue despedido cuando otro colega demostró que sus historias eran producto de su imaginación, es decir, no se sustentaban en la realidad. De manera que la prueba es fundamental en la denuncia, porque los periodistas no tenemos patente de corso para poner en entredicho a nadie si no tenemos a mano los elementos probatorios.
Debo decir que respeto a los colegas que ejercen la profesión en estos tiempos tenebrosos cuando la Venezuela idílica por la que luchamos se ha convertido en un sumidero de desechos tóxicos de la mano de una ideología extraña a nuestro modo de ser, donde medran algunos periodistas negociantes, porque como dijo Ryszard Kapuscinski, *»Cuando se descubrió que el periodismo era un negocio, la verdad dejó de ser importante»*.
Y es que hace 48 años, cuando se promulgó la ley, estábamos muy lejos de imaginar siquiera que ciertos personajes de la izquierda venezolana, cuyos derechos defendimos a capa y espada cada vez que les eran violentados, serían los que unas décadas después tratarían de convertirla en letra muerta al desplegar toda su artillería para agredir al periodismo independiente.
Peor aún es que muchos periodistas que pergeñaron sus sueños en el gremio, con el tiempo, hayan renegado de sus postulados para entregarse a esta ideología, demostrando lo asertivo que fue Kapuscinski cuando dijo: *Las malas personas no pueden ser buenos periodistas*
(*) Comunicador Social. Ancla de Unión Radio 93.7 FM Puerto La Cruz, Venezuela.
Imagen: cortesía de Inmediaciones.org