Platón decía que solo los muertos verían el final de la guerra. Por eso nadie quiere la guerra. Porque la guerra solo es muerte y desolación.
Ernest Hemingway caminó sobre cientos de cadáveres en la guerra *incivil* española, como la llamó Unamuno, y en la Segunda Guerra Mundial; y esa experiencia lo marcó para siempre hasta su día final de 1961 cuando tomó un rifle y se disparó en la frente para acabar con los demonios que lo atormentaban desde entonces.
Hemingway, un hombre fuerte, temerario, tosco si se quiere, era un intelectual dotado de un alma sublime, con una prosa profunda y atormentada, que es la marca de los periodistas en la cobertura dantesca de la guerra. Como John Reed en la Revolución Rusa y Wilfred G. Burchet en Vietnam. Todos dotados de excepcionales condiciones para soportar la presencia de la muerte diaria con su abrumadora carga de dolor y la pesadumbre que te dejan los recuerdos ominosos en tu vida de pesadumbres futuras. Una vida que no volverá a ser la misma después de percibir cara a cara el fétido aliento de la Parca inmisericorde.
Los venezolanos andamos como Hemingway, Reed y Burchet en esta crónica negra en que estamos inmersos desde hace veinte años, ahora a la espera de la guerra que se asoma desde el mar Caribe, todo por la mala praxis de políticos que nunca debieron acceder al poder o que, una vez empoderados, debieron entender que era mejor apartarse a retar a un enemigo tan formidable como el imperio del norte, cual si estuviéramos inmersos en un capítulo espurio de Game of Trump.
Desde el mismo momento de su llegada al Gobierno, el chavismo habló de batallas, la batalla de Santa Inés, la batalla de los diez millones de votos, la madre de las batallas, la batalla de las batallas, sin pasearse por el hecho de que las palabras de guerra pronto se convertirían en acciones de guerra.
Ahora, de tanto llamarla, la guerra está cerca y no parece haber vuelta atrás después de tantas solicitudes fallidas para que dieran un paso al costado, aferrados como están al poder con uñas y dientes, sin presagiar siquiera las consecuencias de sus acciones para millones de sus compatriotas inocentes.
Chávez lo sabía, sabía que cuando te enfrentas a un enemigo poderoso, más poderoso que tú, lo primero que debes hacer, si eres un soldado cierto y no un predicador del gamelotal, es preservar las vidas de quienes te siguen, que fue lo que hizo el 11 de abril del 2002 cuando, ante la posibilidad de que el Palacio de Miraflores fuera bombardeado, decidió entregarse a sus enemigos en Fuerte Tiuna. «De nada sirve inmolarnos porque esos soldados jóvenes de allá afuera van a morir inútilmente», le dijo a José Vicente Rangel cuando este lo instaba a resistir hasta el final, como Allende en el Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973. Y la jugada le salió muy bien, sobre todo por la torpeza de los militares opositores que se empeñaron en juzgarlo en Venezuela en lugar de dejar que se fuera a Cuba con su familia, como era su deseo.
Ahora estamos en una situación similar, aunque diferente, perdónenme el galimatías. Le han pedido a su sucesor que se vaya con su familia y sus enseres a otras tierras donde les den acogida, pero se ha negado a hacerlo con terquedad incomprensible.
Los venezolanos no queremos la guerra, pero lamentablemente eso no depende de nosotros, no está en nuestras manos, sino en las de gente que de tanto llamar a la guerra han conseguido que la guerra esté tocando a la puerta. Y que ahora podrán comprobar que no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.
¡Qué vaina!, ¿no?
Por: Alexis Rosas. Sin censura. Comunicador Social. Exgobernador. Ancla de Unión Radio 93.7 FM Puerto La Cruz.
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